miércoles, 10 de diciembre de 2008

Recepción - Aquel extraño encargo


“Solo él puede leerlo. Entendiste?”

Afirme con la cabeza mientras la mujer de abrigo rojo salía rauda del hotel después de dejar el encargo para el huésped de la habitación 2310. La duda no dejaba de rondar por mi cabeza, ¿qué sería aquello tan secreto que nadie podía saber? Todo lo relacionado con el 2310 era siempre tan misterioso. Mejor deshacerse del encargo antes de caer en la tentación de querer abrirlo.

“Milo, lleva esto a la habitación 2310 por favor”


“¿A la 2310?” –preguntó preocupado. Casi todos los empleados del hotel teníamos alguna historia con el segundo piso y supongo que Milo no era la excepción.

“Sí, date prisa que no tarde en irse.”

Subió sin hacer más preguntas. A los veinte minutos volvió con un recado para mí: una pequeña nota blanca escrita a mano.


Tiene que ser más real.
Debes decírselo cuando vuelva.
No lo olvides.

Guardé la nota y esperé a que la dama de rojo volviera. Varios días después lo hizo, pero con otro paquete similar para el mismo huésped.

El Lobby - El error de Lady Tennaken

"No está bien lo que haces."

Le faltaba decir "...y lo sabes".

...porque lo sabía y lo sabía muy bien.

Las siguientes dos líneas son lo que me habría dicho si no me hubiese encontrado desempolvado el sable decorativo del Lobby:

Ninguna persona con sentido común lo haría. De repente se le podría excusar a un infante inmaduro, pero llegar al extremo de que una señorita de su edad e historial se ponga a husmear en lo que no le importa...bueno.

Lady Tennaken había crecido en la misma cuadra que yo. Siempre había sido una amistad forzada por la relación amical de nuestras madres y ella lo sabía. Jamás pasamos interminables tardes de verano jugando soga, tomando helado o paseando por el parque. Éramos compañeras en las clases de literatura que otorgaba su madre por lástima a la aparente falta de cultura que le transmitíamos sus buenos vecinos. No tenía el derecho moral para llevar a cabo su pequeño juicio mental.

Había llegado la hora de la venganza. Mi mente infantil y yo finalmente nos uniríamos para un acto digno de un psicópata de 1'70, contextura delga, cabello descuidado y mirada perdida.

Solo necesitaba un cuarto, unas cuantas sábanas ensangrentadas, un cuchillo y una historia convincente.

"Lo sé."

...ser mucama tenía sus ventajas después de todo.